Anecdotario 9. Una de «polecías».

Imagen

Uno de los eventos más dramáticos que me ha tocado vivir sucedió la mañana que la empresa fue asaltada. Era un viernes de quincena, un día generalmente grato donde se nos olvidan los adeudos y se nos llena la cabeza de posibilidades para gastar el salario. En esos tiempos, el pago no se depositaba a cada empleado en un banco, como dicta la modernidad, sino que se entregaba en efectivo –así lo decía específicamente la ley, para evitar las famosas y penosas tiendas de raya de la antigüedad- por lo que, con una frecuencia muy previsible por los ladrones, llegaban a las empresas las camionetas cargadas de billetes.

Esa mañana llegué a la fábrica un poco antes de las ocho de la mañana, por razones de vudú. Lo recuerdo con precisión pues aún no empezaba en resumen de noticias en el radio. Al tocar la bocina del auto frente al portón, nadie abrió e inmediatamente afloró el jefe que todos llevamos dentro, por lo que insistí con cierta desmesura, hasta que una persona que no conocía abrió una de las enormes hojas metálicas y, mostrándome una pistola con el cañón apuntado en dirección hacia quien esto escribe, me invitó diligentemente a bajar del coche y entrar a pie hasta la recepción, donde otros treinta empleados descansaban intranquilamente, tirados boca abajo. Al llegar, tres sujetos me invitaron cortésmente a madrazos a recostarme junto a la puerta. Después supe que otros dos se encontraban en las oficinas del primer piso descubriendo (eran ladrones muy puntuales) que habían llegado antes que el camión de valores. Por azares del destino (y no por azahares del destino) ese día la camioneta llegó unos minutos después de lo rutinario y los empistolados se quedaron como novia de pueblo (aunque en los pueblos ya no hay novias, porque se están yendo al otro lado, y no me refiero a que sean lesbianas sino… bueno, ustedes me entienden, perdón por la divagación).

Mientras en el primer piso se escuchaban los lamentos altisonantes por la inexistencia de dinero, abajo, la tensión empezaba a destruir la calma con trituradora eficiencia. Algunas secretarias rezaban a gritos y otras gritaban a rezos, sin importar que, como siempre, los ladrones exigían que guardáramos silencio, con lo que yo sospeché que eran maestros de primaria, porque son los únicos que gritan con diaria vehemencia el “cállense, chamacos”. Tirados en montón, imaginábamos cosas terroríficas, nos preparábamos para la muerte o, simplemente, tratábamos de pasar desapercibidos haciendo el mínimo ruido posible. ¿Moriría yo esa mañana de sol pálido e indeciso? ¿Habría heridos? ¿Se llevarían a alguien de rehén? ¿Repondría la empresa la nómina que se pensaban llevar esos tipos? En esas andábamos cuando, alertados por empleados que desde la parte alta del edificio habían notado la incursión de aquellos entes del mal (típica prosopopeya), se presentaron los primeros policías.

Nota para sacarnos del subdesarrollo intelectual. Aunque la palabrita me gustó cuando la usé, sólo por melodiosa, en realidad significa algo. Prosopopeya: “Figura retórica que consiste en atribuir a las cosas inanimadas o abstractas acciones y cualidades propias de los seres animados o bien cualidades propias del ser humano a los seres irracionales”. O séase que, si le entendí bien, que lo dudo, las pistolas debían pensar como ratero o los rateros se sentían muy pistolas.

Regresando al asunto que les estaba platicando. ¿Dónde iba? ¡Ah, sí, lo del robo! Conforme llegaban los policías (esto es cierto y lo juro por la patroncita del Tepeyac) tocaban muy modositos la puerta y, un ratero también muy educado, les abría para, una vez adentro, encañonarlos y arrojarlos al piso donde apenas cabíamos los empleados. De manera increíble, así sucedió con cuatro parejas (“Nos encañonan, pareja; obedézcales, pareja”) con lo que el tumultuoso tiradero humano ya parecía el Metro Pantitlán y, del dinero, nada. Afuera (esto lo supongo, porque yo estaba tirado adentro) ya se hacían sospechosas cuatro patrullas detenidas a media calle y sin elementos (término usado para referirse a los policías, usado por ellos mismos), por lo que el noveno policía, muy astuto él, ya no tocó sino que empezó a gritar esas cosas de: “Salgan con las manos en alto” y “Somos la policía” (esto último no sé si los atemorizó o les ganó la risa).

Para hacer breve el relato que fue, por lo demás, terrible, hubo balazos, heridos, un fogonazo salido de una pistola que brilló a cinco centímetros de mi cara y persecuciones en la calle. Pocas veces he visto a la muerte a la cara, como esos siete minutos que siguieron a la primera detonación entre los gritos, ahora sí, francamente patéticos y el descontrol que predecía un desenlace aún más violento.

Del camión con el dinero, ni sus luces, seguramente los tripulantes se habían detenido a desayunar una barbacoa extraordinaria que preparan a dos cuadras de la fábrica. En el momento de mayor tensión, uno de los asaltantes abrió la puerta y salió disparando hacia las patrullas (las vacías y las ocupadas). Los otros lo siguieron y, según dicen los testigos que siempre están ahí cuando se les necesita (cuando no, también) despojaron a un automovilista de su coche y se dieron a la fuga. Tras la huida de los rateros (no agarraron a ninguno), hubo en la empresa ataques de angustia y desmayos (unos teatrales, otros no tanto) y un herido que lamentar.

Horas más tarde, cuando hacíamos el recuento de algunas pérdidas (con acento, las que no llevan acento son incontables) se me acercó uno de los ingenieros que controlan la producción y quien había permanecido tirado cerca de mí durante el asalto:

-Inge, quiero pedirle un favor. Usted sabe que, durante el robo, yo estaba llorando como una niña. Le juro que no sé lo que me pasó. Sólo le pido que esto quede entre nosotros. No lo comente, porque es vergonzoso, yo siempre he presumido de ser muy hombrecito y, pues, mire cuándo me vino a fallar. Para mí sería un desprestigio muy serio, no sé si me entiende.

Hasta hoy digo el pecado, pero no el pecador. Su prestigio queda inmaculado. Pinche chillón.

Deja un comentario